Marco Denevi, un escritor con suerte y oficio | Argentina.gob.ar

2022-05-14 05:17:51 By : Ms. Jimmy H

En el centenario de su nacimiento recordamos al prolífico novelista y dramaturgo argentino que inspiró películas, obras de teatro y novelas de televisión, a través de la entrevista realizada por Mempo Giardinelli en 1987.

El 12 de mayo de 1922 nació Marcos Héctor Denevi en Sáenz Peña, provincia de Buenos Aires, novelista y dramaturgo argentino, quien sería conocido como Marco Denevi. Fue el hijo menor de siete hermanos, fue criado por su padre italiano y madre argentina en la cultura del trabajo. Desde chico mostró su inclinación artística a través del piano y fue un ávido lector.

Estudió la secundaria en el Colegio Nacional Buenos Aires y luego abogacía. Ejerció su profesión en la Caja Nacional de Ahorro Postal. Mientras trabajaba allí, a los 33 años escribió su primer libro Rosaura a las diez que en 1954 ganó el Premio Kraft. La novela fue adaptada al cine y hoy es uno de los clásicos de la filmografía argentina. En 1956 La Nación publicó su primer cuento, El nacimiento de Dulcinea, en ese diario décadas más tarde descubriría su pasión por el periodismo político.

En 1960 su segunda novela Ceremonia secreta recibió el Premio Internacional de Cuentos de la revista norteamericana Life seleccionada entre más de tres mil presentaciones. La obra llegó a Hollywood en 1968 en la versión cinematográfica dirigida por Joseph Losey y protagonizada por Elizabeth Taylor, Robert Mitchum y Mia Farrow.

Marco Denevi también incursionó en el teatro con exitosas obras como Los expedientes (1957) que obtuvo el Premio Nacional de Teatro; El emperador de China (1959); El cuarto de la noche' (1962) y Cuando el perro no ladra (1959). Y en televisión, fue libretista del ciclo División homicidios, producido en 1976, en la que rescata al inspector Baigorri, personaje de su primera novela.

Su amplia producción literaria está conformada también por Un pequeño café (1966); Parque de diversiones (1970); Los asesinos de los días de fiesta (1972); Manual de Historia (1985); Enciclopedia de una familia argentina (1986); Música de amor perdido (1990); Nuestra Señora de la noche (1997) y Una familia argentina (1998). Y los cuentos Falsificaciones (1966); Hierba del cielo (1973); Araminta, o el poder: el laurel y siete extrañas desapariciones (1982); Furmila, la hermosa, cuento infantil (1986); El jardín de las delicias. Mitos eróticos (1992); El amor es un pájaro rebelde (1993) y “Noche de dueño, casa del muerto” (1994).

En 1990 Marco Denevi fue nombrado presidente del Consejo de Ciudadanos; en 1994 recibió el Premio Konex Diploma al Mérito en la categoría Novela; y desde 1997 fue miembro de la Academia Argentina de Letras.

Marco Denevi falleció en Buenos Aires el 12 de diciembre de 1998.

Para recordar al destacado escritor, a continuación compartimos un fragmento de la entrevista que le realizó su colega Mempo Giardinelli en 1987 para la revista Puro Cuento y que posteriormente incluyó en su libro Así se escribe un cuento (2012).

-¿Qué leyó más: cuento o novela?

-Las dos cosas, porque fíjese que leerse a Proust entero ya es tamaño esfuerzo, ¿no? Pero para mí no hay mayor distinción en la prosa. Creo que debe de haber bibliotecas enteras que procuran establecer las diferencias entre cuento y novela, y yo, qué quiere que le diga, creo que generalmente uno se queda con que el único dato que resiste todas las teorías es el de la extensión.

-¿Nada más, Denevi? ¿Realmente lo cree así?

-Y sí. Porque para cada teoría hay miles de ejemplos que la contradicen. Hace poco leí un reportaje que le hicieron a Enrique Anderson Imbert, y él recordaba que algunos dicen que por ejemplo en la novela se atiende más a la psicología de los personajes, mientras que en el cuento se atiende más a los hechos. Y no es verdad. Hay cuentos donde la indagación psicológica es muy profunda, los de Carson McCullers, por ejemplo. Así que eso no es verdad. De todos modos, es cuestión de gustos. A mí la novela siempre me atrajo sobre todo por la revelación de la experiencia ajena; uno no puede tener la pretensión de agotar las experiencias, salvo que sea Ulises redivivo. Y a mí la novela me colmaba el déficit de mis experiencias personales. En cambio, el cuento me atraía de una manera más desinteresada; o cómo decirle: más gratuita, más sensual. El cuento era el simple y hermoso placer de leer un acontecimiento, un episodio intrigante… O sea que yo en la novela buscaba más que nada alimentar mi conocimiento de la vida, pero en el cuento no. El cuento es un poco como asomarse a algo: descubrirlo en el momento en que sucede y luego retirarse. Una estrella fugaz. La novela es caminar mucho por la calle.

-¿No le parece que esto que dice, Denevi, implica una consideración algo peyorativa para el cuento? Como si el cuento fuera un hijo menor de la novela?

-No, porque el cuento me da más placer que la novela. Justamente porque me gusta más ese relámpago –aunque yo no extraiga ningún provecho personal- que la novela, en la cual siempre busco algo más que el placer de la lectura.

-Pero eso también puede obtenerlo en el cuento.

-Sí, pero yo tardé mucho tiempo para darme cuenta. En aquel momento yo prefería la novela porque era como buscar allí a la maestra de mi vida: era la proveedora de experiencias. El cuento era leer por gusto, y punto. Un compañero, el cuento. Jamás me hice un programa deliberado para leer cuentos, y sí me lo hice para leer novelas. Me propuse leer a Proust como un estudio, una disciplina, pero nunca me propuse leer los cuentos de Maupassant para saber lo que no sabía.

-¿Cuándo y por qué empezó a escribir cuentos sintiéndose cuentista?

-Fue después de Rosaura y todavía me arrepiento de haberlo escrito. No va a aparecer en mis obras completas, seguro. Fue “El nacimiento de Dulcinea”, pero hoy no me gusta. Tomo un episodio de El Quijote y le doy otra interpretación; es de esos refritos que a mí ya me han hartado. Fue el primero y el más débil. Y el más torpe. Yo realmente empecé a ser cuentista a partir del año 70. Tardé más en llegar al cuento que a la novela porque, precisamente, los placeres no se encuentran cuando uno los busca, sino que vienen solos. El cuento me llegó solito, a partir del 70, con “Hierba del cielo”.

-Será por eso que usted es más reconocido como novelista que como cuentista. ¿A usted le agrada que lo consideren así en la literatura argentina?

-Le confieso, Mempo, que a veces me he sentido un poco dolorido, porque en el balance de los cuentistas argentinos mi nombre brilla por su ausencia. Yo creo que he hecho cuentos que merecen alguna atención. Con haber escrito un solo buen cuento uno se daría por satisfecho, ¿no? Y yo creo que “Hierba del cielo” es un cuento que por lo menos merece un recuerdo en el inventario de la cuentística. No pretendo que figure un libro entero, no, pero un par de cuentos… “Charlie” es otro que podría recordarse.

-¿Acaso su relación con el cuento fue tardía, de alguna manera, porque usted consideraba que la cuentística argentina estaba muy bien ocupada en esos años del gran reconocimiento de Borges, de Cortázar, de Bioy, de Silvina Ocampo? ¿Se sentía en desventaja, en esa época, con respecto a ellos como cuentista?

-No. Pero me sentía en desventaja con respecto al cuento. Porque la novela permite más la deliberación, pero también el fraude. Permite estratagemas, ardides, rellenos, en fin, uno puede defenderse mucho más. Y a un tipo como yo, que siempre me consideraba falto de elementos, de autoridad, de conocimientos, la novela le permite cierta comodidad. Le da alguna tranquilidad consigo mismo. Pero el cuento no, y por eso al cuento yo le tuve siempre un poco de miedo. El cuento es narrativa en estado de pureza total. No permite ningún ardid ni vestimenta. Es un poco como el acto de amor, que uno debe practicarlo desnudo. En cambio en la novela hay mucho ropaje.

-Quizá su libro más leído y reeditado sea Falsificaciones. La estructura es de cuentos pero no sé si usted lo reconoce. ¿Lo escribió con la idea de hacer un libro de cuentos?

-No, no. En realidad, las Falsificaciones fueron escritas por tandas: cinco hoy, mañana diez, y así… Ahora, lo que usted dice… Yo creo que cada una puede ser la nuez, la semilla de un cuento. Porque hay algunas que son tan breves. Pero a la vez puedo responder que sí, que quizás en el fondo yo escribí cuentos porque eso quería hacer, pero a veces por pereza, o por modestia, o por miedo, no escribí nunca el cuento original que debí haber escrito, sino las referencias de ese cuento. Un poco lo que hizo Borges con una novela que nunca supo, nunca pudo o nunca quiso escribir, y que es El Acercamiento a Almotázim.

-Sus Falsificaciones son también un texto muy lúcido. ¿Tuvo la intención de hacer de cuentos, o referencias de cuentos, con la intención de jugar, de burlarse, o de mostrar su erudición?

-No; yo diría que ese titulo está cargado de malicia, y la intención solo era demostrar que lo llamamos historia, y aun la historia inventada, que es la literatura, no es más que una probabilidad elegida entre muchas. Lo que sabemos de la historia no es más que una de las caras de un poliedro, elegida por el historiador: Decimos que Nerón era un monstruo porque lo dijeron dos tipos contrarios de su familia, pagados por los Antoninos, que dijeron que Nerón era un monstruo. Y no era así. Querer mostrar que todo lo que llamamos verdad es verdad, no es sino una de las posibilidades de la verdad. Siempre puede haber otras, tan legítimas como la anterior.

-¿Esos cuentos los escribió como falsificaciones de versiones anteriores, persistentes; o son falsificaciones a partir de una invención total suya?

-Lo primero. Porque a menudo me ocurre que estoy leyendo y dejo de leer porque me pongo a pensar en otra versión posible de lo que leo. Valéry decía que no podía escuchar música, porque dejaba de escucharla y se ponía a pensar en lo que la música le suscitaba. A mí me pasa lo mismo; es una cuestión instintiva y que me suele privar del placer de leer.

-Claro. Juan Rulfo decía que uno incluso termina discutiendo internamente con el autor.

-Discutiendo, sí. Entonces, en lugar de someterse, como serían mi deber de lector y mi deseo como escritor, me convierto en esa clase de tipos que pelean y discuten todo, y como en un palimpsesto pongo otro texto encima.

-Entre otras, en su obra hay dos características que me parecen llamativas. Una es la observación de la realidad: otra lectura de la realidad que usted hace constantemente. Y la otra es la ironía. ¿Por qué?

-Lo primero por mi vocación de alzarme contra la visión impuesta de la realidad; alzarme contra la canonización de lo real. Es como una variación sobre el mismo tema. Y por eso me han dicho que soy pirandelliano: no solo cada uno es uno respecto de los demás, sino que objetivamente la realidad consiste en muchas realidades superpuestas, a veces contradictorias. Yo soy un rebelde frente a cualquier dogma, político o religioso. O filosófico. Y hasta querría que ni siquiera las matemáticas tuvieran la exactitud que tienen. A mí me parece que una de las glorias del cuento, de los grandes cuentos, es que su óptica se acerca a un pequeño espacio de la realidad, y desde ese pequeño espacio siempre hay como una alusión a lo que está fuera del cuento. Es como si iluminara lo que está muy cerca. La novela no deja en sombras casi nada, porque su óptica, la lente de la novela, lo capta todo. El cuento lanza como una semipenumbra alrededor: se acerca a algo y se excede de sí mismo. El cuento me dice esto o aquello, pero a la vez desata como una misteriosa intuición de todo lo que lo rodea, en círculos concéntricos, y uno puede ir muy lejos. La novela no permite todo esto.

-Usted mencionó “la gloria del cuento” y habló de “grandes cuentos”. ¿Qué significa eso?

-La gloria del cuento, que la novela no le puede disputar, es remitir siempre a otra realidad en la que el cuentista ya es el lector. Eso que dice de que el lector recrea una novela, yo no lo creo. Son fantasías de los literarios. El 99 por ciento de los lectores de novela adhieren a la realidad que ofrece esa novela que leen, y punto. El cuento, en cambio, permite al lector menos avisado, si el cuento es un gran cuento, a partir de ahí empezar a construir toda una constelación alrededor del cuento leído. El lector tiene una mayor posibilidad participativa. Vea el ejemplo de un gran cuento: “El rey de Finlandia”, de la McCullers. O los cuentos de Rulfo. O los de Salinger, que son admirables. Y por eso, también, creo que las obras maestras de Faulkner no son sus novelas, sino sus cuentos. ¿Por qué? Porque las novelas, siempre, me dejan haciendo la digestión; en cambio un gran cuento me abre el apetito.

-¿Puede citar otros grandes cuentos?

-Hay muchos, es un género muy rico. Pero podría mencionar “El murciélago”, de Luigi Pirandello; “Las dos madres”, de Giuseppe Marotta; “La señorita Perla”, de Maupassant; “El marinero de Ámsterdam”, de Apolinaire; el que mencioné de Carson McCullers; y de Borges, naturalmente, varios. Prefiero “El Sur”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “El inmortal”.

-¿Qué es más importante para usted, Denevi, como autor y/o como lector: el tema o la forma?

-Para mí no hay disyunción. Cada tema trae su forma, creo yo; y si no la trajo quiere decir que ese texto es muy malo y entonces no me interesa. Pero si el texto es bueno, son inseparables. Cada tema trae su estructura, y le digo más: trae su estilo, también.

-¿Alguna vez se interesó por las técnicas narrativas?

-No, siempre me dejé llevar por la forma y la técnica que cada historia arrastraba consigo. Muchas veces me invitaron a talleres literarios para que explicara teóricamente mi técnica. Y luego de dos rotundos y miserables fracasos, ya no acepte más. Porque los alumnos debían de preguntarse: “¿Y éste, escribe?”. Yo no sé explicar nada de eso.

-¿Cómo trabaja usted, Denevi? ¿Reescribe mucho, retrabaja, es obsesivo, permisivo?

-Trabajo mucho, pero retrabajo poco. Mis textos son casi siempre primeras versiones; pero con mucho gasto de papel. Trabajo directamente a máquina (perdí el hábito de manuscribir), pero como naturalmente no todo lo que escribo me gusta, entonces rompo muchas páginas. No puedo seguir adelante si un párrafo no me convence, si no me dejó conforme. Entonces tiro la página y vuelvo a escribir lo anterior que ya había aprobado. Por eso es que mis gastos de papel son enormes.

-Pero eso es una reescritura continua: cuando usted llega al renglón número treinta quizás ha pasado los renglones anteriores tres o cuatro veces.

-Claro. Pero quiero decir que cuando la obra está terminada, está terminada. Después, casi no releo. Releo, con mucho disgusto, para las pruebas de imprenta. Es como cuando uno termina de hacer el amor; uno termina y no se pone a hablar sobre lo que hizo. Uno no empieza a mirar las arrugas de las sábanas para ver cómo fue la cosa. La experiencia literaria, para mí, es la experiencia de escribir.

-Usted ha sido jurado de muchos concursos, y es un agudo lector. ¿Qué sensación le da el cuento argentino de hoy? ¿Cuáles son a su juicio los defectos de nuestra cuentística? ¿La verborragia? ¿La magia de decirlo todo y llenar páginas con palabras?

-Sí. Yo, como jurado, he pensado muchas veces: “¡Que ganas de agarrar la tijera o el lápiz rojo!” ¿Para qué ese regodeo en detalles, pormenores y sobreentendidos, verdad? Se ha perdido la síntesis… sí. Y el otro defecto que yo agregaría es la sobrevalorización de la experiencia propia. Hay quienes pareciera que piensan: “Puesto que me ha pasado a mí, tiene validez universal”. Vaya pedantería. Y uno piensa: “bueno, y a mí que me importa, qué me quita o qué me agrega leer esto, si ya lo he vivido”. El argentino, creo, es un poco como el chico que dice malas palabras sin excitarse, pero un día las ve escritas y se excita.

-¿Le parece que aquí se escribe un cuento muy procaz?

-No, porque es un cuento adolescente. No tiene perversidad, carece de la perversidad del agotamiento, que sí la tiene el cuento europeo. Aquí todavía estamos en escribir “la puta que te parió” en una pared.